Lloré la primera vez que vi la Amazonia, ese mar de árboles que no acaba nunca
Lélia Wanick transmite su pasión y su miedo por el futuro de la selva tropical tras recibir el Premio Gulbenkian de la Humanidad por reforestar, junto a su esposo, el fotógrafo Sebastião Salgado, un área de más de 700 hectáreas en su Brasil natal
Cuando a Lélia Wanick (Vitória, Brasil, 76 años) le entregaron el Premio Gulbenkian de la Humanidad, en Lisboa, en julio, por recuperar un bosque degradado en su país natal, su marido —el reconocido fotógrafo Sebastião Salgado— estaba tan emocionado y con los ojos humedecidos de orgullo, que no le hizo ninguna foto. “¿Cómo? ¿Llevo a mi fotógrafo privado y no tengo foto?”, ríe Wanick al recordar, en perfecto portuñol, la riña cariñosa que dedicó a su compañero de vida desde hace seis décadas. Comienza la entrevista, realizada tras recibir este galardón, y a la feliz galardonada se le ilumina la mirada en cuanto comienza a hablar de su bosque: “Maravilloso, impresionante, importante”.
El matrimonio ha trabajado toda la vida en tándem; tanto en su faceta artística —él fotógrafo, ella diseñadora de sus libros y exposiciones— como en la ambiental. Y en ambas han tratado de defender la biodiversidad de su tierra. A finales de los noventa adquirieron la hacienda Bulcão, en Aimorés (Estado de Minas Gerais, al sureste de Brasil), más de 700 hectáreas de tierra degradada que pertenecía a los suegros de Wanick. Hoy es un vergel de 2,7 millones de árboles y fauna abundante, hogar del Instituto Terra que ambos fundaron en 1998 para la recuperación de bosques y manantiales, a la par que centro de investigación y formación. “Yo recibí el premio, pero hacemos esto juntos”, dice Wanick. También juntos inaugurarán en el Teatro Fernán Gómez de Madrid el día 13 la exposición Amazônia, que recoge el trabajo de seis años que muestra la belleza y fragilidad de esta selva tropical —sin la que la vida en el planeta no sería posible— y parte de la vida de sus moradores, que la protegen.