El gran historiador mexicano Leopoldo Zea solía contar la siguiente historia. Durante una exposición de arte precolombino en la Ciudad de México, el poeta mexicano Octavio Paz acompañaba al ministro de Cultura de Francia, el escritor André Malraux, quien conmovido y asombrado por lo que veía, dijo que “ellos”, los europeos, tenían el arte griego, mientras que “nosotros”, los latinoamericanos, teníamos “aquello”, el vital arte anterior a la colonia. El poeta habría interrumpido entonces al ministro, y le habría contestado algo en estos términos: “No. Nosotros tenemos esto y los griegos”. En la encrucijada de esa historia se encuentra buena parte de la problemática sobre la construcción cultural y artística de América Latina, su identidad, sus problemas de origen y el punto de vista de los otros sobre toda esta cuestión.
Más que ser arrogante, la supuesta respuesta de Octavio Paz deja en claro la idea, sólo desarrollada en el siglo XX, de que las Américas son una extensión y una creación del capitalismo europeo en sus diversas fases expansionistas, y que también representan la consolidación de ese proceso. En el espejo de las Américas, el mundo europeo puede ver tanto el propio rostro como su contrario, del mismo modo que los americanos (del norte, del centro y del sur) también ven en el mundo occidental o europeo (el cual también integran), ora una imagen de su pasado, ora un deseo de futuro; ora una identidad expandida, ora una diferencia establecida.
Tal diferencia se verifica porque en el continente americano la cultura europea trasplantada –y naturalmente modificada en función de ese trasplante y de las nuevas condiciones en que fue integrada y construida– se unió a otras culturas igualmente transportadas. Pero también destruyó y violentó cuanto pudo a estas otras culturas, como la africana (por medio del esclavismo moderno, esa otra invención del capitalismo europeo), especialmente fuerte en Brasil y en Cuba, y las nativas, sobresalientes sobre todo en los países andinos y en México.
Como en todo lo demás, la historia del arte moderno y contemporáneo en América Latina es inseparable de la historia de Europa, de la cual es parte activa y medianamente dependiente. Hasta tal punto, que la historiadora Dawn Ades puede afirmar, con razón:
el purismo de la brasileña Tarsila do Amaral, el nativismo y los gauchos cubistas de Rafael Barradas (1890-1929), el nacionalismo de los paisajes plein air de José María Velasco (1840-1912) o el fuerte tratamiento intimista de las insólitas ceremonias del candombe africano de Pedro Figari (1861-1938) ponen al público europeo delante de un lenguaje que le es tanto familiar como totalmente desconocido.
Sin embargo, también se puede observar lo contrario, pues es igualmente verdadero que Jackson Pollock debe mucho a David Alfaro Siqueiros, Mark Rothko a Roberto Matta, Willem De Kooning a Wifredo Lam, y la obra de Adolph Gottlieb no puede ser comprendida independientemente de la de Joaquín Torres García (1874-1949). Hay a veces una comprensión meramente geográfica-cultural de lo que significa América Latina. Marta Traba concibió las regiones culturales del continente en una oposición (un tanto simplista, en verdad) entre países “abiertos” y “cerrados”.